El contorno del vacío: sellos del despertar. 2015

FERNÁNDEZ GÓMEZ, ROSA.

En estos tiempos de desplazamientos vertiginosos, desconocemos más que nunca lo que las antiguas sabidurías afirmaban: que el viaje de nuestras vidas es siempre interior y tendente a armonizar los opuestos que nos habitan, la tierra que nos sostiene y el cielo que nos ilumina. La antigua Chandogya Upanishad de los hindúes nos permite rememorar esta verdad con una bella imagen de nuestro propio cuerpo: “En el centro de esta ciudad de brahman [el cuerpo] hay un pequeño santuario en forma de flor de loto. En su interior hay un espacio diminuto. Hay que buscar, hay que desear conocer a quien lo habita. (...) El espacio en el interior del corazón es tan vasto como todo el universo. En su interior caben el cielo y la tierra, el fuego y el viento, el Sol y la Luna, el relámpago y las estrellas. Todo está contenido en su interno".1 La antigua literatura upanishádica, además de señalar la correspondencia entre los elementos macrocósmicos y las partes del cuerpo humano, proclama la  existencia de un estado psico-emocional no-dual (sat-cit-ânanda) en el que se armonizan los extremos de lo universal y lo particular.

El trabajo sobre la unidad cuerpo-mente, enfocado hacia el aquietamiento de la conciencia, fructificó en Oriente como en ninguna otra cultura, dando lugar a poderosos métodos de meditación y a complejos rituales donde se realizaban “sellos energéticos”, mediante la práctica de diversas posturas (âsanas) y gestos de manos (mudrâs, sanscr. “sello”, “marca”). Una rica iconografía religiosa, sobre todo budista, popularizaría muchos de estos mudrâs, con mensajes para los devotos como el de protección (abhayamudrâ) y la concesión de los deseos (varadamudrâ). Asimismo, el simbolismo inherente a muchos de ellos permitía al adepto experimentar el poder simbólico del gesto realizado durante la praxis meditativa, a menudo en relación a determinadas virtudes o cualidades espirituales. Por otra parte, las manos nos recuerdan también la idea de la ofrenda (“ponerse en manos de”) y el sacrificio como acto sagrado y creador por antonomasia, como ejemplifica en nuestra propia tradición la figura de Cristo, cuya entrega queda simbólicamente sellada con los clavos que atraviesan sus pies unidos pero también sus manos abiertas en la cruz.

El gesto congelado que evoca un mensaje simbólico codificado pero que, como calco en cera de una mano de carne y hueso, es la huella del calor y del dolor experimentado por el modelo vivo; la marca de cruz latina practicada en la parte posterior del molde de cera para poder extraer la mano viva del molde; la necesidad de otras manos amigas para ayudar en todo el proceso; el reencuentro de la polaridad escindida mediante las dos manos apretadas y fundidas en bronce…; todos estos rasgos, presentes en la instalación sonora que nos ocupa nos remiten inevitablemente a los mudrâs, la meditación, el simbolismo de la cruz como rendición amorosa y sacrificio creador; también, aunque en menor medida, me transmite, la idea de la ofrenda de la parte del cuerpo más preciada para un artista como canal de comunicación y expresión: sus propias manos, o mejor dicho, el espacio que estas ocupan, como parte de esa interioridad cordial a la que se referían las upanishads.

En Occidente, el dualismo de ascendencia platónica que erigió una férrea oposición entre la materia y el espíritu, explica la poca atención prestada al propio cuerpo y la escasa sofisticación técnica de nuestras disciplinas espirituales en comparación con las orientales. Por otra parte, el sistema moderno del arte ha sido acusado de separarse de la vida desde su propio origen ilustrado. Solo en el siglo XX se empezó a reivindicar la condición procesual de un arte más imbricado en la propia vida; de modo paralelo, una experiencia espiritual renovada, en la que la experiencia corporal deviene fundamental, ha ido ganando terreno como foco de inspiración para muchos artistas. Esta nueva “espiritualidad” del arte contemporáneo revestirá un signo diverso de la mera aceptación y defensa de los dogmas religiosos establecidos, como diversa y sincrética fueron las propuestas del movimiento teosófico o la antroposofía de Rudolf Steiner, de gran repercusión en las artes desde las  Vanguardias.

La propuesta creativa de Luca Pantina (Petralia Sottana, Palermo, 1978) con músicas de Carlo Guarrera (Catania, 1960) sigue la senda trazada por muchos otros artistas contemporáneos preocupados por la trascendencia y la espiritualidad, especialmente por Beuys, tanto por su conexión del arte y la vida, sus materiales inusuales (en esta instalación la cera de abeja remitiría inevitablemente al artista alemán), como por su acercamiento a la figura religiosa de Cristo; pero también resuenan en su trabajo influencias de otros artistas de la segunda mitad del siglo XX que parten de premisas procesuales como Richard Smithson (por su conexión con la tierra a través del land art), John Cage y su concepción del silencio o más recientemente a Bill Viola o Wolfgang Laib por los intereses de estos hacia la mística y espiritualidad de diversas culturas.

Pantina lleva más de diez años practicando meditación y de un modo teórico-práctico ha tratado de explorar la interrelación entre la praxis espiritual y el proceso creativo en su propio quehacer artístico diario. Durante la pasada década, en las temáticas de sus obras se percibe una indagación acerca de los grandes símbolos religiosos, a menudo entrelazada con una sutil crítica social hacia la falta de autenticidad y la ausencia del valor de la trascendencia en nuestro mundo. Esto se apreciaba claramente en la otra instalación sonora My Totem. Requiem for Symbols (2011), que, al igual que la que nos ocupa, estuvo acompañada por la música del escritor, músico y performer  Carlo Guarrera; en aquella ocasión se trataba de una serie de tallas en madera dispuesta al modo de pequeños altares que exaltaban en clave irónica los ídolos de nuestra era tecnológica, fetiches que transmutan la necesidad espiritual en consumo superfluo. Otros precedentes de trabajos afines dentro de su trayectoria incluyen la serie Iconae vitae…Iconae Christi (2004), un conjunto de treinta y tres pinturas que representan al crucificado, con la cruz vista desde atrás, punto de vista totalmente inusual y con el que tal vez se nos insinuaba la necesidad de volver a cargar de significado desde nuestras coordenadas actuales el simbolismo de la cruz, reparando en aspectos que solo desde nuestras actuales coordenadas podemos apreciar. Su serie de pinturas Christusimpuls (2006) toma su título de una expresión beuysiana que alude a la fuerza o amor vital universal que mantiene unido el mundo y que cada cual ha de encontrar en su interior. Con un claro espíritu ecuménico, afín también a la máxima antroposófica que predicaba la centralidad de la figura de Cristo en todas las religiones, cada una válida para su propio tiempo y lugar, se representa a Jesús entrando en contacto con las diversas tradiciones religiosas del mundo. Igualmente exploratorias de la espiritualidad y los diagramas con los centros energéticos (cakras) del cuerpo sutil era la serie de pinturas Siete puertas invisibles (2009) o la serie En el principio eran los diez mandamientos (2009).

Por otra parte, en línea con el proyecto antroposófico y beuysiano que concedía gran importancia a la naturaleza y a su inteligencia no consciente, como vía de reencuentro del ser humano con su origen, Pantina ha tratado de incorporar esta inspiración a través de la representación del árbol y desde un enfoque intercultural en Bonsáis bajo el cielo de Sicilia (2010), obras de pequeño formato alusivas a la naturaleza y a las técnicas de trabajo corporal orientales, o Serial Meditation (2013), serie que partiendo de la representación de los troncos de los árboles al modo de auténticos mandalas naturales, evoca soportes para la meditación de inspiración budista. Su intervención en la naturaleza Grande Triangolo. Meditazioni ieri, oggi, domani (2013) realizada en Sevilla, a orillas del río Guadalquivir, con la participación del maestro espiritual Riccardo Macrì De Marino junto a los artistas Federico Guzmán y Elisabetta De Luca, da un paso más al incorporar el lenguaje de la performance a su indagación sobre los paralelismos entre la meditación y los procesos naturales.

La instalación sonora TierraLuzSilencio, consta de veintiún elementos: veinte calcos en cera de abeja de la mano derecha (la tradicionalmente asociada a la espiritualidad) del propio artista y uno realizado en bronce de las dos manos unidas. En total resultan once piezas, diez piezas en cera pura de abeja y una en bronce, cada una compuesta por dos manos, atravesadas por una incisión en forma de cruz latina. Cada par de manos derechas nos presentan el mismo gesto visto desde dos posiciones, acentuando el vacío interior del molde, convirtiendo la pieza en una especie de huella o marca (sanscr. “mudrâ”), que “sella” el espacio interior ocupado por la mano del  propio artista que ha servido como modelo vivo. Los platos circulares de plexiglás acentúan, con su transparencia, la ligereza del aire y el vacío interior que las piezas pretenden resaltar. Cada pieza en cera lleva el nombre de una cualidad o virtud asociada a los caminos espirituales de las grandes religiones aunque los gestos no se corresponden con ningún mudrâ específico. Una estructura de cuerdas de hierro unidas formando una pirámide desde su base en forma de cruz griega, alberga en su centro, pendiendo de la propia cúspide a la altura del pecho del propio artista, el fundido en bronce de las dos manos entrelazadas del artista. Al número diez se había referido ya Pantina en su serie sobre los diez mandamientos, en esta ocasión la década remite a la suma de los dedos de las dos manos, pero también nos permite pensar, dada la asociación de cada dedo de la mano con un elemento (pulgar con el éter, índice con el viento, corazón con el fuego, anular con el agua y meñique con la tierra) en la posible síntesis entre los elementos a través de los gestos que establecen contactos entre los dedos.

Los distintos calcos en cera podrían verse como estaciones o fases de un itinerario, variaciones exploratorias de ese anhelo espiritual (simbolizado por el lado derecho en muchas culturas) que conducen finalmente a  la representación del propio cuerpo del artista desmaterializándose y del que solo queda como elemento representativo sus propias manos fundidas en bronce, la derecha agarrando fuertemente a la izquierda. Podría verse como una alusión simbólica a la concentración energética y espiritual que concede la propia praxis meditativa. La reunión de las polaridades, derecha e izquierda, también alude implícitamente al título de la exposición, como la polaridad tierra/luz, reunificada en el silencio.

Inevitablemente, también me vienen a la memoria las escuelas tántricas de la mano izquierda  (sanscr. vâmâcâra), que tanto influyeran en la tesosofía de Blavatsky, y que tanto valoraba el trabajo con la energía que encierra lo impuro y lo prohibido. El empleo del propio cuerpo del artista como modelo vivo podría aludir a este elemento “prohibido” y transgresor respecto de la escultura canónica, que copia la apariencia de las cosas a partir de un modelo de arcilla. Por otra parte, lo prohibido podría estar aludido también en la ausencia del modelo de la mano izquierda en los moldes de cera, pareciendo como que la mano derecha peregrinase a través de la cera, en busca de la fusión con su opuesto complementario. Una mano izquierda que seguirá permaneciendo oculta incluso tras la fusión del bronce, pues en él, la mano derecha, al estrecharla, la oculta; algo que podría verse en consonancia con la máxima tántrica de transmutación de opuestos, según el principio de que lo prohibido emana su poder transgresor de su carácter secreto. 

Son muchas las reminiscencias y posibles asociaciones implícitas y derivadas tanto de los materiales empleados (principalmente cera y bronce) como de aspectos técnicos relativos el proceso de fundición a la cera perdida, técnica antiquísima y muy compleja, desarrollada por diversas culturas de modo independiente. Podríamos partir de la  propia reflexión sobre las abejas y cómo éstas construyen los hermosos panales de cera de geometría perfecta a partir de su propia secreción corporal, aunando savia y sabiduría instintiva, un orden perfecto que solo se vuelve autoconsciente en el plano humano; el propio cuerpo y su savia interior cual cera de abejas, combustible que espera, dispuesto a auto-inmolarse (a “perderse”) en aras de que el propio espacio acotado por él sea luego recorrido por un metal noble y duradero como el bronce. El bronce líquido recorrerá los intersticios dejados por la cera ya perdida volviendo a demarcar nuevamente el espacio de la mano real, del cuerpo real, del artista; un espacio que es, no lo olvidemos, tanto en la cera, como en el bronce: el contorno del vacío, el silencio de la conciencia hecho de tierra y luz.  Tal vez, a un vacío no muy distinto al que Pantina pretende apuntar se remitía el  gran místico tántrico hindú del siglo X, Abhinavagupta, cuando afirmaba en su Tantraloka que el mudrâ original del que derivaban todos los demás era khecarî mudrâ, al que definía como el gesto o posición de sobrevolar el vacío de la suprema conciencia.

Por su parte, Carlo Guarrera ha realizado una suite musical de 48 minutos de duración (6x8), según una simbología numérica basada en el Octágono como forma metafórica del confín, ósea del pasaje entre mundos y estados del ser. Ocho es el número que ha obsesionado al músico italiano Giacinto Scelsi y que representa el símbolo del infinito y del eterno retorno; el signo del perpetuo equilibrio y de la repetición armoniosa. En realidad, las piezas musicales son tres (ANITTA, Tierra; GIARDINO SONANTE, Luz; IMPERFECT SILENCE, Silencio) de ocho minutos de duración cada una, alternadas con ocho minutos de silencio. Las pausas del silencio forman parte de la composición en su totalidad, apuntando también al “vacío” que preside una experiencia estética que es a un tiempo ejercicio de meditación. Las tres piezas sonoras -en las que se utiliza una drone guitar con overdubbing múltiples -, aluden, según el propio músico, a los tres estados del ser teorizados por René Guénon siguiendo la senda de las upanishads: el primer estadio (Tierra) como estadio del despertar; segundo estadio (Luz) o estadio del sueño con ensueños; el tercer estadio (silencio) o estadio del sueño profundo. La multiplicidad del dualismo sueño/silencio, se recompone en un único recorrido según un esquema que se basa en la meditación. En esta inmersión hacia lo profundo se encuentra el mantra Konx, Om, Pax (alusivo a la composición de Scelsi), con la reiteración de la idea de paz, en antiguo asirio, en sánscrito y en latín. Según el propio Guarrera, la composición musical se inspira en la estética japonesa wabi sabi, centrada en la aceptación de lo transitorio y de la imperfección; de la belleza sobria, imperfecta, impermanente e incompleta.

Según el propio Guarrera confiesa, su propuesta musical  no está pensada como una performance autosuficiente, sino como un desafío, para que la expresión artística pueda ser una experiencia estética y espiritual al mismo tiempo. Su música acompaña elegantemente a los elementos visuales de la instalación y, más allá de la experiencia puramente estetizante, sirve de guía para el crecimiento espiritual mediante la invitación al recogimiento y la meditación.

 



1 Chandogya Upanishad. 8.1.1.-8.1.3. (En: O. Pujol y F. Ilárraz, La sabiduría del bosque. Madrid: Trotta, 1999, pp. 199-200)

Obras: TierraLuzSilencio 2015